Los gráciles pasos de la muchacha apenas se escuchan en el frondoso bosque. Los suspiros suaves se vierten de sus labios entremezclándose con la música de las hojas al agitarse con el viento y el murmullo del agua caer por las cataratas.
Una pequeña sonrisa curva las comisuras de esos labios pálidos cuando la visión por entero de ese oasis de naturaleza se descubre al completo ante su mirada azul cielo.
Sin prisa, se acerca al agua, arrodillándose para palpar la superficie, humedeciéndose los dedos con el líquido teñido de sedimento arrastrado.
Podría quedarse así durante siglos, simplemente contemplando la belleza de todo cuan la rodeaba, embelesándose con la simplicidad y armonía de una mariposa al aletear y con el mero sonido de las gotas de agua al salpicar contra la corriente.
En el silencio que la caracterizaba, un silencio, si más no, involuntario, elevó una oración a su Dios. Sabía que, a pesar de que no recibiría una respuesta directa, su señor la escuchaba. Como cada vez que lo había hecho desde novicia en el mismo templo en el cual ahora gozaba de la posición más aventajada.
Sacerdotisa
Sonaba extraño en su mente, pensar que en pocos años ella, justamente ella y no otras más ancianas, había sido la elegida por Seth para representarle y le había otorgado una forma para comunicarse sin palabras.
Ella veía a su Dios en cada una de esas plantas que ahora vertían sus sombras sobre ella y cada pizca de tierra bajo sus pies.
Seth lo era todo y todo era Seth.
Ensanchó con infinita lentitud sus labios, aún con los ojos cerrados y la cabeza bajada, mientras las últimas palabras de gratitud se evaporaban de su cabeza.
Con agilidad pero sin rapidez, se puso en pie y, lanzando una última mirada a ese paraíso terranal, desapareció entre la vegetación.